Era su tarjeta de presentación -recuerdo habérselo oído decir en alguna entrevista-, una de sus señas de identidad más elocuentes, que seguramente venía escrita en su ADN. La sonrisa de Carmen Alborch, a modo de declaración de intenciones, dista mucho de parecerse, en el recuerdo, a la que nos tienen acostumbrados los políticos de turno. La suya era una sonrisa militante.
Tengo clavada en la retina la primera vez que la vi, bajando las escaleras de la Facultad de Derecho de Valencia, cuando solo era decana. En aquél momento no sabía quién era, pero al instante comprendí que no se trataba de una mujer cualquiera. Pasados los años me recordaría la popular estrofa de Sabina, cargada de simbolismo, para definir un perfil de mujer de “falda muy corta y lengua muy larga”.
A las mujeres de su generación (1948-2018) exhibir su feminidad en tanden con su feminismo les costó su precio, pero como lo hizo Alborch a lo largo de su activa militancia por la vida daba la impresión de que no le implicaba esfuerzo. Su eterna sonrisa y su indumentaria, a caballo entre una portada de Vogue y la extravagancia natural que la caracterizaba, iban anticipando que detrás del personaje había una mujer felizmente sincera, ajena al cartel que se le quiso colgar siempre al feminismo, compuesto por mujeres amargadas, machorras, enfrentadas a los hombres.
El aislamiento de Sara
Sin pareja en la última etapa de su vida, pero abierta al amor, Carmen también dejó la puerta abierta al goce pese al cáncer que se la llevó cuando tenía entre manos su último proyecto literario. Un ejemplo para tantas y tantas mujeres que arrastran su soledad porque sienten que se han vuelto invisibles para los hombres de su propia generación, en lugar de plantarle cara al desencuentro.
Una de nuestras lectoras, Sara, mujer de 56 años con el corazón de una niña, se quejaba del discurso que la sociedad le devuelve, ajeno por completo a su sentir, no ya por su excelente forma física sino por resistirse al aislamiento a la que la confina. La constatación de la realidad nos dice (no solo Alborch, tomada como ejemplo) que la soledad es un sentimiento subjetivo: se puede vivir acompañado y sentirse solo y vivir solo y sentirse acompañado por los afectos de nuestro entorno más cercano. Eso si, construir esa red de cariños no es algo gratuito cuando no se tiene la sonrisa militante de la ex ministra que acaba de dejarnos, pero sobre todo si creemos que no somos capaces de hacerlo.
Fabricar una realidad distinta
Entusiasmarse por la vida, cuando pensamos que la vida nos da la espalda, requiere una dosis de pico y pala. Lo dicen los estudios más avanzados de la neurociencia. Joe Dispenza, con una biografía que avala su discurso sobre las posibilidades del cerebro, demuestra con casos concretos cómo las personas que cambiaron su forma de pensar modificaron la arquitectura neurológica de su cerebro, siendo capaces de reinventarse y fabricarse una realidad distinta.
Simplificando, este bioquímico americano al que un accidente le cambió la vida para bien, viene a corroborar el conocido aforismo de Henry Ford: “Tanto si crees que puedes como si no, llevas razón”. Dicho de otra forma, sentirse ‘incapaz’, decirse eso a uno mismo, es más limitador que las posibilidades reales que tenemos para entrar en acción y construir una vida nueva.
Pero nunca es tarde. Golda Meier y Margret Thacher dirigieron sus respectivos países pasados los 60, Picasso se ponía manos a la obra cuando le decían que era demasiado mayor para hacer cualquier cosa, Verdi compuso Otelo a los 74, retirado teóricamente hacía 17 años. O Hichtcock, que dejó obras de culto como Psicosis o Los pájaros gracias a no abandonarse a la desidia pasados los 60.
Lo que la ciencia nos cuenta
La curiosidad, la pasión, la vitalidad y la creatividad no tienen edad, por más que el mensaje que la sociedad nos envía vaya en sentido contrario. De ahí que la sonrisa militante, aplicada a cualquier ser humano como una forma de ir por la vida, adquiera la dimensión de talante y pueda ser diseccionada por la ciencia.
Y ésta dice que cuando sentimos una emoción el hipotálamo descarga unas partículas, los péptidos, responsables de la ira, la alegría, la angustia, la generosidad, el pesimismo o el optimismo, que al acostumbrarnos a ellos crean hábitos de pensamiento, convirtiéndose en un círculo vicioso. Solo rompiéndolo el cerebro creará puentes neuronales hacia la liberación para reaprender nuevas formas de vivir las emociones que nos dañan. Eso es algo que podemos comprobar todos. Basta observar que cuando tenemos un pensamiento de infelicidad, en pocos segundos nos sentidos infelices y finalmente acabamos pensando de la forma que sentimos, produciendo aún más química.
La lección dada por la neurociencia, de la que Carmen Alboch fue fiel exponente, bien merece el esfuerzo de probarlo.
Elena Vergara
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